prensa la novia


por Dolores Curia

Con apuro
La imagen tan fuera de moda de la solterona, la que viste santos, la que espera en vano, reaparece sin ahorrar patetismo en esta nueva versión protagonizada por Deby Wachtel.

Desde Para vestir santos (1955), la película de Torre Nilsson –con Tita Merello–, hasta la homónima serie, lanzada este año por la factoría Pol–ka, el prototipo milenario de La Solterona que vira del estado de desesperación al de resignación (o viceversa) les ha dado letra a las ficciones de todos los géneros. La Solterona, sobre todo cuando ya se le ha pasado el cuarto de hora, no experimenta otro sentir más que el desamparo. ¡Y con razón! Como para no abatirse, si ya, desde la década del ’30, Enrique Cadícamo, en el tango “Nunca tuvo novio”, le dedicaba versos como los que siguen: “En la soledad / de tu pieza de soltera está el dolor. / Triste realidad / es el fin de tu jornada sin amor”.

Sofía (Deby Wachtel), la monologuista de La novia, fiel al canon, sigue esta línea de patetismo. Su humilde aporte como flautista de una sinagoga barrial pasa desapercibido entre ceremonia y ceremonia. Sueña con ser la estrella en un lugar donde siempre le ha tocado hacer de extra. Las bodas son siempre protagonizadas por otras (para ser exactos, 120 novias ha contado desfilar por el “pasillo de la felicidad”). Sofía las espía emperifollarse y caminar, con una mirada entre embelesada y rabiosa. La Solterona en cuestión tambalea en el límite frágil que separa la admiración de la envidia.

Wachtel, quien le pone el cuerpo a esta despechada, es una artista de formación variopinta (que aglutina música, teatro y danza) con 20 años de experiencia, que se notan. Además dicta talleres de humor y entrenamiento actoral, y dirige el área de teatro para adolescentes de la escuela de Norman Briski. Uno de los rasgos poco usuales de la obra es su origen: fue la actriz en persona quien le acercó un texto de su autoría a Gabriela Prado (coreógrafa y bailarina) para que la dirigiera. El meticuloso trabajo con el ritmo y la expresividad corporal es evidente. Así también lo confirman las palabras de la directora: “Trabajamos durante más de un año, hasta encontrar el guión dramático final. Mi idea era aprovechar las habilidades de Deby; ella es flautista y tiene afinidad con el mundo de la danza y el movimiento. Queríamos encontrar todos los matices posibles en su registro actoral, sin descuidar el decir del cuerpo en escena”.

La historia de Sofía es el retrato de una obsesión. Ella –la que “Nunca tuvo novio”– expone, cada vez con más soltura, sus manías y fetiches, y se desvive en la descripción pormenorizada de Las Elegidas a las que detesta e idolatra al mismo tiempo. Hasta ha reparado en el dedito meñique apelmazado y azul en el zapato, que las novias, impecables, toleran con cara de póquer.

Poco a poco sus acciones se van volviendo más radicales. Hasta que, envuelta en un furor de locura que va in crescendo, se atrinchera en la sinagoga y empieza a dar rienda suelta a su fantasía marital. A templo tomado, desfila por la (tan anhelada) pasarela. La histriónica flautista está a sus anchas en un arrebato de desenfreno nupcial en el que confunde sus deseos con la realidad. En pleno éxtasis-dionisíaco-casamentero, saluda a un lado y al otro a sus competidoras, al equipo de rugby de su colegio secundario y hasta a su madre, que –según imagina Sofía– la mira emocionada.

La hiperquinética protagonista suda la gota gorda en escena durante 50 minutos y le brinda al espectador –en el clima de intimidad que generan las salas pequeñas– una lectura plagada de ironía acerca de los mandatos que orbitan alrededor del vestido blanco. Así lo sugiere también Gabriela Prado: “El texto logra presentar, con una mirada humorística y a la vez sensible, ciertos lugares del mundo femenino. Al mismo tiempo que recorre los lugares comunes del deseo de casarse (vestido, novio, pasillo, boda) como metáfora de poseer la mirada de los otros”.

Cadícamo, en su tango, sentencia a La Solterona a una decadencia lastimosa. Pero –¡por suerte!– hacia el final le tira un hueso o, por lo menos, confiesa acompañarla en el sentimiento (“¡Yo, con mi montón de desengaños / igual que vos, vivo sin luz / sin una caricia venturosa / que haga olvidar mi cruz!”). Pero las preocupaciones de Sofía no parecen tener tanto que ver con planteos existenciales sobre la soledad. Más bien está preocupada por las cuestiones técnicas de cómo conseguir un pingüino que sólo le haga la segunda durante la caminata hacia el altar. Ella quiere algún novio. Es más: quiere cualquier novio. Aunque eso signifique contraer nupcias con un muñequito de torta. 

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por Verónica Pages.

Una novia en busca de un altar
Atractivo trabajo de Deby Wachtel, que combina poesía, melancolía y humor 
Nuestra opinión: muy buena.

Sofía toca la flauta travesera en las bodas de una sinagoga. Es ella quien pone música a cada una de las ceremonias que allí se realizan. Es quien ve pasar día tras día a todas las novias que atraviesan su "camino de la felicidad". Sofía toca la flauta y sueña con ser ella un día la que vista de blanco, la que todos miren, la que salude en el atrio. El deseo de esta mujer un día se vuelve imperativo y la toma, y ella no puede más que dejarse llevar y transformarse en la protagonista de ese sueño que se parece mucho (y peligrosamente) a una obsesión.

Luego de varios trabajos como dramaturga y directora, esta vez Deby Wachtel elige ponerle también el cuerpo a La novia , su nueva propuesta, en la que vuelve a hacer algo que cualquiera que haya visto alguna de sus obras anteriores sabe que maneja muy bien: combinar exquisitamente poesía, melancolía y humor. Con palabras suyas y otras de Juana Bignozzi, Wachtel va mostrando de a poco las señales de ese camino sinuoso por el que su personaje se desbarranca irremediablemente.

Con humor y llana encarnadura, Wachtel vuelve querible a su patética Sofía, que de tanta soledad se inventa su gran día. Con un manejo impecable de los tiempos en el uso de la palabra, la actriz le imprime ritmo y emoción a una situación pequeña, pero que va creciendo en intensidad y angustia.

Los momentos de franco humor apenas se distancian de otros en los que la risa queda petrificada en la cara y ya no tiene razón de ser. Es que la Sofía que construye Wachtel es impredecible, alocada y frágil, a la vez que puede ser malvada, rencorosa y atroz. Son todas esas posibilidades las que le otorgan a la trama dinamismo y hasta cierto grado de suspenso. Allí tiene un papel importante el buen trabajo de dirección de Gabriela Prado, que fortalece los matices y marca los cambios de manera natural y orgánica.

El espacio escénico es bastante pequeño y está tomado por ese pasillo de los sueños que Sofía decide atravesar. No hace falta demasiado para que sea suficiente. Es muy atractivo el trabajo físico de la actriz a partir de un juego bien pensado, con una alfombra blanca que bien puede ser vestido o mortaja. Hay algunos hallazgos que alegran el corazón con sólo descubrirlos. Luces y vestuario completan un cuadro, por momentos pictórico, que invita a ser nuevamente visitado. 

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por Luciana Fava

El casamiento ajeno.
El universo de Sofía está marcado por una sobredosis de casamientos. La razón de su vida es interpretar con la flauta traversa las marchas nupciales en una sinagoga. Se preocupa, porque es esencialmente su tarea, de dar la primera nota en el instante preciso y lograr una coordinación perfecta con los novios.

Calcula que vio pasar 120 casamientos, 120 pares de zapatos, 56 desmayos, un millón de lágrimas. Y también, 120 novias con las particularidades más diversas. “Rengas, con presión baja, light, orgullosas, paquidermas y muchísimas más”, enumera.

Pero siempre es el momento de “otra”. Su “gran día” no llega y entonces decide usurpar un lugar y cumplir su anhelo. Esta es la esencia del monólogo que la actriz y dramaturga Deby Wachtel ideó y protagoniza en La Novia , que se presenta los domingos, a las 19 horas, en el teatro El Camarín de las Musas.

El resultado, que tuvo varias reescrituras y se terminó de delinear en la puesta, es un registro de las obsesiones, las frustraciones, la sensación de melancolía y los deseos más íntimos de esta mujer.

El relato transita diferentes matices. Hay algunas descripciones más profundas y frases con mucho humor. Como cuando dice, con bronca, que odia y envidia a Elizabeth Taylor: “no le alcanzó con tener ocho matrimonios”. “Sus ojos no son violetas”, dice.

La novia también, ofrece gratas sorpresas para los espectadores. Entre ellas, la mixtura de sus propias palabras, la de Wachtel, con textos poéticos de la notable escritora Juana Bignozzi y la música interpretada en vivo.

La actriz sostiene los cambios de ritmo y de intensidad con un muy buen manejo corporal. Además, para reforzar la línea dramática y agregar más agilidad a la puesta, utiliza como elementos expresivos símbolos típicos de estas celebraciones, como pétalos, un muñequito de una cajita de música y flores comestibles.

El recurso más sobresaliente: en el final de la obra toma la tela dispuesta como camino y la transforma en su vestido de novia.

La escenografía, ideada por Miguel Nigro, está resuelta de una manera muy simple. Sólo dos hileras de sillas blancas, adornada cada una con un ramito de flores, un camino de tela y un atril, alcanzan para imprimir la imagen precisa de un templo.

También es un acierto el cambio de vestuario, con intervención de Martín Churba y realización de César Taibo, en escena, que marca una división en la historia.

En La Novia, Wachtel muestra solvencia y creatividad. Le da forma a un personaje entrañable, con sus debilidades y vacíos a flor de piel, que disfrutará especialmente el público femenino.


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por Marilyn Botta

Sofía es una mujer que acompaña la entrada de las novias en la sinagoga tocando con su flauta distintas partituras, entre ellas por supuesto, la marcha nupcial. Sofía sabe de memoria los movimientos que realizan las novias en su desfile hacia el altar. Recuerda cada detalle de los vestidos, de los zapatos, y hasta las lágrimas de emoción de los familiares. Un día explota liberando su deseo más íntimo de ser ella La Novia. 

Además de ser la autora, con humor y gracia, Deby Wachtel interpreta a esta mujer que anhela, cómo la mayoría de las mujeres, ser alguna vez la protagonista de una boda. Combina el texto con citas de poesías de la escritora Juana Bignozzi, y lo acompaña con melodías en la flauta. Así nos va contando la íntima obsesión del personaje. A lo largo de la obra vamos conociendo a Sofía, y de lo que es capaz de hacer por llegar al altar. Querible, cómica y por momentos patética, Sofía quiere atravesar el pasillo de los sueños como lo hicieron las 120 novias que alcanzaron la felicidad en la sinagoga. No quedan dudas que conoce a la perfección cada pormenor de todo lo que ve desde atrás de su atril, y de que ella está tan preparada para vivir ese momento, que de no ser porque le falta un novio, Sofía sería La Novia perfecta. 

Hay momentos divertidos para destacar; la historia de cómo se conocieron sus padres y el análisis que hace de cada una de las flores que forman parte del decorado de las ceremonias. Como también hay otros en los que Sofía nos conmueve con su tristeza. Con poco, que es suficiente, la escenografía nos hace sentir que estamos en una boda, siendo protagonista la alfombra blanca del pasillo central, que hasta sirve como vestido y cola, cuando Sofía logra su gran instante. 

Desesperada por la soledad que no le permite concretar una propia historia de amor, Sofía decide ocupar el lugar de otra novia, cueste lo que cueste, y dedicárselo a todos los que pensaron que ella nunca llegaría a ser La Novia. Los que asistan a ver esta historia, seguramente le darán la razón a Sofía cuando dice que, en esa sinagoga todos mueren de amor. 

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por Silvia Sánchez Urite

"Con su blanca palidez"
Boda: Casamiento y fiesta con que se solemniza.
Diccionario de la Real Academia Española, Espasa Calpe, 1984

Una boda, una novia que tarda en llegar. Y ella. ¿Quién es? Aparentemente una música del Templo, pero en medio de sus desvaríos va a pasar a ocupar un lugar protagónico. ¿Lo logrará?
La obra muestra con humor irónico las ansias de una mujer por ocupar ESE, el lugar de la novia. Blanca y radiante. A través de poesías de Juana Bignozzi, que le dan belleza al espectáculo, la intérprete, Deby Wachtel va a recorrer todo un arco de emociones que van de la alegría, el nerviosismo, el fastidio, el enojo hasta la pena y la más grande angustia.
Toda la puesta está muy cuidada desde el punto de vista de la imagen: Vestuario, Escenografía e Iluminación logran el marco ideal para que la actriz se exprese.
Supuestamente, ya en el siglo XXI, a nadie le importaría la pompa nupcial, pero esta obra muestra lo contrario. La Boda es un antiguo rito de iniciación que sigue cumpliendo su función, y ya nada importa, ni la edad ni el estado civil previo de la Novia. Ella tiene que pasar ante Dios y sus prójimos para mostrar su amor, aunque luego el matrimonio no dure. Pero siempre quedarán las fotos.
Deby Wachtel luce sus dotes de actriz cómica. Sin embargo, hay momentos que conmueven y logran un silencio absoluto en la platea. El vestuario, por capas, va a tener un papel fundamental en la pieza.

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por Gabriel Peralta

La búsqueda del amor

Hay artistas que tiene la virtud de tomar pequeños sucesos de la vida, o posan su mirada en aquellos seres que son en mayor parte ignorados para realizar, con estos elementos, hechos artísticos que operan a un tiempo a modo de rescate y tierno homenaje.
Este es el caso de Deby Wachtel que en su obra La novia trae a escena a un ser que busca denodadamente a alguien a quien amar y que la vida la ha colocado en el lugar de observadora permanente de la felicidad de los otros.
A medida que se expone su accidentado derrotero en materia amorosa, se va explicando el estado de desvarío que va ganando a la protagonista, hasta el punto de quebrar el límite de lo real y, lo más interesante, es que el espectador lo quiebra con ella, volviéndose participe y cómplice de su aventura.
Wacthel para contarnos esta historia se vale de descolocar hechos cotidianos para mostrar las facetas irónica, ridícula o patética de los mismos. Nada de lo que se cuenta o muestra se aparta de los canones del diario vivir o de la costumbres, pero es ese lente deformante lo que posibilita mostrar lo irrisorio de esas situaciones. Pero no todo es humor en el retrato de este ser, porque las poesías de Juana Bignozzi instalan cadencias melancólicas.
La directora Gabriela Prado saca provecho de toda la gama de registros que puede brindar Wachtel y le dio el tempo justo a cada situación. Otro merito es que la hizo transitar en un espacio en que la realidad e irrealidad puedan cruzarse tranquilamente, merito también del diseño de escenografía a cargo de Miguel Nigro.
Otro punto alto es el vestuario diseñado por Cesar Taibo elemento fundamental en los disparadores de las situaciones, ya que propicia con sencillez el cruce hacia el delirio.
Las luces de Eli Sirlin acompañan con delicadeza los vaivenes de la trama.
De más estar decir que el trabajo que realiza Deby Wachtel es impecable técnicamente y encantador.
Hay una novia y una ceremonia, por favor, no la deje plantada.

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por Daniel Gaguine

El lado B de la boda

La relación de la mujer con la institución del matrimonio ha ido cambiando a través de los años. La ecuación mujer + matrimonio= finalidad en la vida = felicidad. Deby Watchel toma justamente a esta situación para quitarle la solemnidad y mostrar la otra cara institucional y romper con algunos esquemas bastante impuestos (lamentablemente) a muchas mujeres. Sofía toca la flauta en una sinagoga y es testigo de todos los casamientos que allí se producen. Cada novia con su patología (digo, sus características) con las cuales Sofia podrá identificarse…o no. Lo interesante de la dramaturgia es que pone al amor en un lugar diferente al del matrimonio, corriendo el centro de la escena a la felicidad de la persona. Además, el cambio de estadios en Sofia hace que se pase del sueño a la realidad en segundos, sin que afecte al relato ni a la coherencia de la puesta. Ella contará sus vaivenes amorosos y dejará una crítica solapada a “la novia” como “momento respetable” de la vida más allá de si es felíz con dicho rol. Desde su lugar de observadora, es testigo de la pantomima de la boda y la felicidad envuelta para regalo de las normas sociales. Ahí está la dualidad dicotómica de Sofi porque por un lado desea estar “ahí” pero tampoco ser “el pato de la boda”. El vestuario, a través de su sencillez, y las múltiples aristas de su personaje conforman a una Sofía reconocible y humana, lejos de la heroína sufrida y desdichada. Aquí, el humor delirante y la sutil ironía conviven sin inconvenientes para una puesta políticamente “incorrecta” pero válida y certera en su contenido. Deby Watchel creó y desarrolló con “La Novia” una puesta excelente para cerrar (o comenzar) una semana mezclando humor con reflexión.

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por Agostina Dattilo

“…Quiero que un hombre me pinte el cuerpo con flores…”

Sofía tenía un sueño recurrente, que le pesaba tanto como su propia historia. Un sueño simple —como el que cualquier mujer alguna vez haya tenido—, pero que para ella no seria fácil de cumplir. Casarse, ser la reina y la dueña de la ceremonia parecen imposibles para esta mujer, joven pero avejentada.  Ahogada en la soledad de su flauta y la miseria de su anonimato, debe soportar, encima, que cientos de mujeres desfilen por el pasillo blanco hacia el altar frente a sus ojos en cada boda. Ella es quien toca la marcha nupcial hasta que un día envestirá su atril para vestirse de blanco y hará cualquier cosa para convertirse —al costo de su propia locura— en la Novia.

Desde aquel pequeño lugar que ocupa hace años, ella ha sabido estudiar cada detalle y cada gesto, ha interceptado cada mirada que en la sinagoga se disparaban invitados y estrellas. Testigo secundario de las más bellas historias de amor y los más conmovedores compromisos,  los años y su rencor la convirtieron en una especialista en novias. Sus palabras no admiten otra expresión que odio y envidia hacia todas las novias posibles. Su resentimiento y su descargo alcanzan incluso a su madre, a quien culpa por su propia desdicha “heredada” por haber conocido a su padre en el Cementerio Judío de la Tablada, donde se decía que no prosperaría nunca un matrimonio.

Idea y dramaturgia son también de su protagonista, Deby Watchel, y como es ya propio de esta realizadora, la música y la poesía —en este caso de Juana Bignozzi— ocupan un lugar de privilegio en el relato. La obra es un grito escondido de Sofía, un canto de represión que da lugar a un monólogo corto e intenso. La escenografía es escueta pero poderosa: el camino blanco hacia la felicidad que Sofía añora será su vestido, larguísimo, tan largo como llamativo, como si representase todos los casamientos posibles. Son metros de fracaso volcados sobre un cuerpo cansado, pero que nunca pierde su faro: ser novia, casarse aunque sea con un muñeco, y ser estrella de esa boda soñada que ni la mismísima Elizabeth Taylor —famosa por sus ocho matrimonios— podrá evitar.

La Novia no es una obra cómica, pero logra provocar la risa, ante la trágica y dolorosa realidad de su protagonista. Una puesta que se resume en el talento y la energía que solo la placentera combinación de palabras, poesía y  melodía pueden entregar.

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