por Leni González
Nuestra opinión: buena
Probar La magnolia es dejarse llevar por una experiencia sensorial tan completa como sutil. Completa, porque involucra todos los sentidos. Sutil, porque es a sorbitos, un goteo de percepciones que no terminan hasta salir a la calle y comprobar que detrás de esas puertas pasó algo para recordar.
No hay carteles. A Casa Umare se entra tocando el timbre y con reserva. Es un hotel boutique, remodelado a partir de una casona del 1900. Alrededor de 20 personas pueden esperar en esa recepción mientras les acercan una copa (sorprendente malbec con toque de vodka y frutos rojos) y minibrusquetas. La luz es clara pero tenue. En un momento se invita a subir una escalera de mármol e ingresar a un salón con largos sillones. Frente a los espectadores hay una arcada que permite ver una mesa alargada y una ventana con vidrios repartidos. Debajo de la mesa, un par de zapatos negros.
Entonces entra él (Matías López Barrios), descalzo, con short negro y camisola blanca, sube a la mesa, se protege con medias y zapatos, se mueve sobre la parte visible de esa superficie. La espera lo expone frágil. Cuando comienza a hablar, sus palabras irán desgranando los poemas de Mauro Bernardini que sobrevuelan el deseo, el desenfreno y la frustración. La música de la flautista Juliana Moreno (por ahora grabada y no en vivo debido a una lesión) juega un papel tan central como el del texto o los personajes. La búsqueda encontrará al otro (Lucas Mariño), descalzo y vestido de negro, que se enreda pero sin dejarse atrapar: juego de seducción y rechazo, manipulación que no satisface, el sufrimiento de a dos nunca se reparte por igual.
"Quiero una capa que pueda envolvernos, una capa de magnolias, que envuelva mi ilusión, que logre capturarte, con su blanco manjar": como en otras obras de la artista y docente Deby Wachtel, en La magnolia la literatura, el movimiento y la música danzan juntos, sin jerarquías, para dar luz a una delicatessen performática sobre la intimidad erótica en la que todos somos parte, envueltos en la observación de una fantasía inasible.
Ritmo exacto el de estos dos actores bailarines -en especial López Barrios, formado con Wachtel y asistente de dirección en varios de sus trabajos-, La magnolia es una obra de menos de una hora que se ve, se escucha, se huele con sabor de uvas en la boca y queda impregnada en el cuerpo como deseos que no pudimos cumplir.
Probar La magnolia es dejarse llevar por una experiencia sensorial tan completa como sutil. Completa, porque involucra todos los sentidos. Sutil, porque es a sorbitos, un goteo de percepciones que no terminan hasta salir a la calle y comprobar que detrás de esas puertas pasó algo para recordar.
No hay carteles. A Casa Umare se entra tocando el timbre y con reserva. Es un hotel boutique, remodelado a partir de una casona del 1900. Alrededor de 20 personas pueden esperar en esa recepción mientras les acercan una copa (sorprendente malbec con toque de vodka y frutos rojos) y minibrusquetas. La luz es clara pero tenue. En un momento se invita a subir una escalera de mármol e ingresar a un salón con largos sillones. Frente a los espectadores hay una arcada que permite ver una mesa alargada y una ventana con vidrios repartidos. Debajo de la mesa, un par de zapatos negros.
Entonces entra él (Matías López Barrios), descalzo, con short negro y camisola blanca, sube a la mesa, se protege con medias y zapatos, se mueve sobre la parte visible de esa superficie. La espera lo expone frágil. Cuando comienza a hablar, sus palabras irán desgranando los poemas de Mauro Bernardini que sobrevuelan el deseo, el desenfreno y la frustración. La música de la flautista Juliana Moreno (por ahora grabada y no en vivo debido a una lesión) juega un papel tan central como el del texto o los personajes. La búsqueda encontrará al otro (Lucas Mariño), descalzo y vestido de negro, que se enreda pero sin dejarse atrapar: juego de seducción y rechazo, manipulación que no satisface, el sufrimiento de a dos nunca se reparte por igual.
"Quiero una capa que pueda envolvernos, una capa de magnolias, que envuelva mi ilusión, que logre capturarte, con su blanco manjar": como en otras obras de la artista y docente Deby Wachtel, en La magnolia la literatura, el movimiento y la música danzan juntos, sin jerarquías, para dar luz a una delicatessen performática sobre la intimidad erótica en la que todos somos parte, envueltos en la observación de una fantasía inasible.
Ritmo exacto el de estos dos actores bailarines -en especial López Barrios, formado con Wachtel y asistente de dirección en varios de sus trabajos-, La magnolia es una obra de menos de una hora que se ve, se escucha, se huele con sabor de uvas en la boca y queda impregnada en el cuerpo como deseos que no pudimos cumplir.